Cartagena de Indias en el siglo XVII
Where are your monuments, your battle, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that gray vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Derek Walcott,
The Star Apple Kingdom
Este libro contiene los trabajos que se presentaron en el V Simposio sobre la Historia de Cartagena, llevado a cabo por el Área Cultural del Banco de la República los días 15 y 16 de septiembre de 2005. El encuentro tuvo como tema la vida de la ciudad en el siglo xvii, centuria que, se podría decir, empezó para Cartagena en 1586 y terminó en 1697, es decir, desde el ataque de Francis Drake hasta la toma de Pointis.
El siglo xvii es el periodo menos estudiado de la historiografía nacional y cartagenera. Quizás la razón estriba en que se trata de una época que no tiene los tintes heroicos de la gesta conquistadora y fundacional del siglo xvi, la vistosidad de la colonia virreinal del siglo xviii, o el drama y las tristezas del xix, que atrajo tanto el interés de los historiadores tradicionales. Es más, a pesar de que fue en el xvii cuando el comercio de esclavos alcanzó su mayor importancia, las investigaciones que se han hecho sobre la historia de la ciudad en ese periodo son mucho menos abundantes. Y, sin embargo, como escribió Eduardo Lemaitre en su Historia general de Cartagena.
Durante esa centuria la ciudad se afirma en su papel de activo y opulento puerto comercial, de plaza fuerte difícilmente expugnable, de protectora de Panamá y del Perú, y de antemural del Nuevo Reino de Granada. Un periodo de larga y fructífera paz le permitirá transformarse, de una población modesta que era, y en su mayor parte pajiza, en toda una ciudad de calicanto, incrementar sus formidables fortalezas militares y establecerse como base insustituible para las flotas comerciales y de guerra que surcaban las aguas del Caribe y que España enviaba periódicamente a sus dominios de ultramar.
Los trabajos incluidos en este libro tienen, en su conjunto, la fortaleza de ofrecer múltiples perspectivas sobre un mismo tema. Entre los ponentes y comentaristas que contribuyeron a la obra hay geógrafos, arquitectos, historiadores, sociólogos, críticos literarios, ingenieros, arqueólogos y economistas. También tienen ellos una diversidad de orígenes, pues provienen de España e Inglaterra, así como de Bogotá, Cali, Barranquilla y, por supuesto, Cartagena. Esa multiplicidad de perspectivas es uno de los aspectos más positivos y enriquecedores de los cinco simposios que, desde 1998, ha organizado el Área Cultural del Banco de la República sobre la historia cartagenera.
En su ensayo sobre la novela La ceiba de la memoria, de Roberto Burgos Cantor, Ariel Castillo señala que en esa obra su autor “construye a partir de la incertidumbre... la desconfianza en la visión autoritaria...”. Pensamos que así se debe escribir la historia de nuestra ciudad pues, como también lo señala Castillo a propósito de la obra de Burgos Cantor, “... no hay aquí héroes de una sola cara, personajes arquetípicos triunfadores: de toda acción se nos presenta la luz y la sombra, el logro y el fracaso”.
Uno de los temas recurrentes a lo largo de todos los textos de este libro es la presencia y continuo protagonismo del mar en Cartagena y en su historia. “El mar mora en mí. Remueve los instantes que me dejan reconocer lo que soy”, escribe Burgos Cantor. El gran escritor argentino Jorge Luis Borges, en unos de sus estudios sobre las antiguas literaturas nórdicas, incluye una saga en la que una bellísima metáfora —el camino de las velas— se utiliza para referirse al mar.
En el ensayo de Rodolfo Segovia que aparece en este libro figura ese camino de las velas en el accidentado recorrido entre Sevilla y Cartagena de los galeones Córdoba. De hecho, el siglo xvii es el siglo de la Flota de Tierra Firme, que tanta importancia tuvo para la vida de Cartagena en esa época. A propósito de esto, Jairo Solano en su ensayo señala que el médico Juan Méndez Nieto, en sus Discursos medicinales, escritos en Cartagena en 1607, decía que cuando se iba la flota: “...toda esta ciudad quedaba tan sola, que casi todos los edificios quedaban vacíos”, el “tiempo muerto” a que se referirían muchos años después Juan y Ulloa en la crónica de su visita a Cartagena. Y es que estas flotas con sus docenas de navíos demandaban no sólo los servicios de médicos como Méndez Nieto, sino también mantenimientos para las estropeadas maderas, alimentos, ropas, diversión, servicios religiosos, entre otros.
Pero el camino de la velas constituía también la oportunidad y la ruta que les permitían a los campesinos de Extremadura y de Andalucía huir para siempre de sus duras existencias peninsulares. En una carta escrita desde Cartagena a fines del siglo xvi, y que parcialmente cita Margarita Garrido en su trabajo, un inmigrante instaba a sus parientes en Sevilla a que se arriesgaran a atravesar el océano; de esa manera, “...en cincuenta días de navegación trocáis sayal por brozas” y dejarían atrás “...las hambres y mortandades de esa tierra”.
Además, en todo el diseño urbano de Cartagena, que no se ajusta a la cuadrícula española sino al contorno de la costa, está presente el mar. Hasta tal punto que durante años en el periodo colonial su principal plaza, la actual Plaza de la Aduana, se conocía como Plaza del Mar.
El mar trajo a los cientos de miles de africanos transportados a Cartagena para ser vendidos como esclavos y sobre cuyo tráfico nos habla con austera precisión Linda Newson, en una ponencia donde da cuenta de las condiciones de alimentación y salud a la cual se enfrentaban una vez llegaban a los barrancones de los patios de las casas de los mercaderes. Y ese tráfico de africanos fue durante la mayor parte del siglo xvii la principal renta fiscal de la caja real de Cartagena, como lo ilustra José Manuel Serrano en su estudio sobre las finanzas de la ciudad.
El mar también trajo a los dominicos, el tema del ensayo de Antonino Vidal. Y por mar llegaron las piedras coralinas que, a comienzos del siglo xvii, ayudaron a transformar la ciudad de casas hechas con materiales vegetales a una de materiales duraderos, como lo explica Germán Téllez.
Cartagena, además, forzosamente dependía del mar pues su zona rural, su transpaís, no estuvo muy densamente poblada de indígenas. Es un hecho que muy bien resalta Julián Ruiz, al mostrar que en 1560 la encomienda más grande de la provincia de Cartagena, Tubará, sólo tenía 365 indios útiles, un tamaño muy pequeño en comparación con las de Perú, México o aun del interior del Nuevo Reino de Granada.
En un ensayo publicado hace ya muchos años, el historiador cartagenero Gabriel Jiménez Molinares señalaba que si uno excavara en el suelo de la ciudad vieja de Cartagena, podría ir reconstruyendo de adelante para atrás la historia de la ciudad a medida que se fueran desenterrando los residuos materiales de sus antiguos habitantes. Al leer el trabajo de Mónika Therrien viene a la memoria esa idea de Jiménez Molinares, que le debió surgir de la observación accidental y periódica de lo que se encontraba en las excavaciones hechas cuando se emprendían construcciones o remodelaciones en la zona histórica de Cartagena. Ver esa intuición plasmada en el riguroso estudio de la arqueóloga Therrien nos descubre una nueva manera de mirar la historia de la ciudad que se puede leer en las hojas del libro de sus diferentes estratos de tierra. Que esos estratos se conserven tiene que ver con la presencia cercana del mar, que hizo que los cartageneros fueran rellenando los suelos anegadizos, para no estar tan cerca del nivel freático.
El mar, siempre el mar... ese “camino de la velas” que ha sido una de las grandes constantes de la historia de Cartagena es el hilo conductor de este libro.